sábado, 3 de abril de 2010

Callejero

Desde niño que me gustó la calle. Sentía una fascinación por lo que pasaba fuera de la seguridad de las paredes de mi casa paterna. Adentro era calor, hogar, tranquilidad y seguridad. Afuera, era la inseguridad, era el mundo, lo incierto. Me admiraba de los niños y jóvenes que veía en la calle. Encontraba que para estar afuera, moverse, manejarse en ese mundo, había que ser valiente, tener coraje. De hecho afuera era agresividad y lo pude sentir muy bien las primeras veces que me aventuré a salir. Chicos pobres de la quebrada, endurecidos, acostumbrados, traviesos, preparados. Simplemente me pasaban por encima. Mi familia tenía un buen pasar y afuera eso era mal visto. No pertenecía. Quería estar en la calle y quería validarme en ella.

Apenas podía lograr parcelas de independencia, las aprovechaba para ganar la calle. Ésta me devolvía con un ojo en tinta, llorando, con juguetes robados, con la integridad magullada y la autoestima arrugada.

Salía con mi padre en su camioneta a recorrer Valparaíso en un trabajo alternativo que se había inventado. Repartía huevos entre almacenes de la ciudad y ganaba bastante bien con eso. Eran los primeros tiempos de la dictadura militar y había lo que había para ganarse la vida.

Era fascinante ver la vida de la ciudad callejera, en especial el lugar de la distribuidora de los huevos, en pleno barrio puerto, el sector más bravo de la ciudad. Los jueves a las siete de la tarde comenzaba el movimiento de los locales nocturno y garitos del barrio. Las luces se encendían, sobre todo las “rojas” y todo se comenzaba a llenar de color y música. No habían pasado cinco minutos del comienzo del movimiento y ya empezaban a pasar los primeros borrachos.

En mi adolescencia fue cuando definitivamente pude llegar a la calle y conocerla tal cómo quería. Los mismos chicos que me magullaban la autoestima infantil, robándome los juguetes y poniéndome con facilidad pasmosa un ojo en tinta, se transformaron en mis amigos de adolescencia. Una curiosidad del destino que no recuerdo bien cómo pasó. Mis amigos eran unos salvajes callejeros de mala conducta, hábiles como monos para subir muros y árboles, buenos para la pelota, para pelear. Sólo un detalle. Todos querían comenzar a conseguir información sobre música rock, fiestas y cómo conseguir y conquistar chicas. Puede que mi habilidad para la pelota y subir muros en un principio fuera deprimente, sin embargo mi información rocanrrolera y facilidad de palabras y mi falta evidente de timidez fueron mi llave maestra. Las chicas se conquistan con palabras y conversación y no subiendo árboles y metiendo goles.

Con mis amigos aprendía lo que me faltaba en todo sentido. Era un grupo generacional, estaban los mayores, los adolescentes y los niños. Gradualmente unos iniciaban a los otros, pasándonos información de todo tipo, de cualquier calidad, sobre cualquier tópico. Puedo decir que gran parte de la información recibida fue siempre de mucha utilidad y todavía guardo algunas de ellas que conservan su validez. Todos nos parábamos en la misma esquina y éramos muchos y mal agestados. Una especie de pandilla callejera. Los días sábados cada sección del grupo partía a distintas horas de la esquina. Los mayores a lo suyo, sus encuentros secretos con alguien y sus movidas ocultas. Los adolescentes a nuestras fiestas y nuestras maldades y los más chicos a jugar o a la casa.

Nuestras salidas consideraban bastante acción. Buscar fiestas entre los cerros, eso consideraba cruzar de un cerro a otro por la quebradas (anduve en cada lugar que no puedo recordar bien de cómo llegué ahí), detectar una fiesta casera de jóvenes a las que no éramos invitados, tratar de colarse en la fiesta con alguna trampa, como decir en la puerta que teníamos un amigo adentro o detectar cuál era el nombre del festejado o el motivo de la celebración, para utilizarla a nuestro favor y así inevitablemente terminar dentro de la fiesta, bailando y tratando de conquistar alguna chica. No importaba si llovía, si hacía calor, si estaba nublado, qué hora era, etc. Estábamos en la calle y los disfrutábamos todo.

Cambié de compañeros de correrías callejeras y éstas se transformaron en conversaciones filosóficas, políticas, conciertos de rock o jazz, salidas a bares y pubs. Estudiaba diseño gráfico y el ambiente cultural del lugar cambió de la tierra al cielo. Pero siempre un denominador común: la calle y caminar de noche con toda seguridad, con todo aplomo, sin temor alguno, conociendo los códigos urbanos.

Increíblemente repetí mis correrías en otros lugares como Sao Paulo en Brasil y las reglas fueron siempre las mismas. No tenía miedo, yo manejaba la calle.

Con el tiempo la calle se me fue alejando. Las responsabilidades y los roles que se asumen cuando vas haciendo vida te llevan nuevamente dentro del hogar tibio. Sin embargo, siempre miro a la calle y sé que se trama allá afuera, con una ojeada basta y sobra.

Hace unos días atrás, mi buen amigo Fernando Moreno, diseñador gráfico, uno de mis socios en mis primeros emprendimientos, vino desde Montreal donde reside ahora para arreglar algunos problemas personales. Fernando, como yo, tiene una historia similar con la calle. Sus visitas incluyen siempre salidas a bares a conversar y beber cerveza y darle vuelta a nuestros temas favoritos. Caminamos por la calle de noche y todavía nos parece lo más familiar del mundo. Siempre terminamos en alguna plaza, comiendo algo o fumando mientras conversamos. Lo miro a él y me miro a mí mismo. Ambos lucimos jóvenes, ambos conservamos ese estilo medio callejero, a ambos no nos venden cuentos en la calle y la verdad nadie lo intenta. Nunca terminamos en un restaurante, nunca sentados a una mesa, siempre terminamos donde nos conocimos, en la calle tarde de noche. No tenemos oficina ni mesa reservada donde compartirnos problemas, conversaciones, discusiones sobre su racionalismo y mi tendencia Junguiana a la intuición, religiosidad, política y anarquismo. El mejor lugar para nosotros, donde siempre terminaremos, cigarrillos, latas de cerveza, sentados en el respaldo del escaño, caminando los semáforos.

La calle, donde todo pasa, donde todo queda.

Leo Silva